Delegado de Haití en la sesión extraordinaria de las Naciones Unidas por ocasión de la votación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en París el 10 de diciembre de 1948. Publicamos aquí la traducción de un extracto de su intervención.
Señores Delegados, Señoras, Señores hace aún unos ocho años que todas las fuerzas coalizadas del mal se encarnizaron con una ferocidad jamás igualada en la historia para destruir todos los valores espirituales que representan, sea individualmente, sea colectivamente, las únicas razones de ser para una gran parte de la humanidad. El odio era el fermento de su filosofía, el espanto, el terror y la destrucción total, sus medios de acción. Fue entonces necesario defender esta civilización milenaria y oponer a la barbarie desencadenada una barrera de energía, de corazón y de voluntad, y fue la más sana y noble de las cruzadas, aquella del hombre de todas las razas, de todos los colores, de todas las lenguas, de todas las religiones, de todas las condiciones sociales para la defensa de su libertad y de los derechos inherentes a la eminente dignidad de su persona, en uno de los momentos los más confusos de esta épica lucha, una voz clara y serena se hizo oír en la tormenta. Tuvo resonancias profundas en las conciencias las más oscuras, las más inquietas y las más escépticas. Tenía un acento humano del cual, desde algún tiempo, se había perdido la tradición. Así reunió todas las vacilaciones y tuvo razón de todas las reticencias. Aportaba a unos y a otros la fe y la esperanza. Expresaba con una sinceridad insólita las múltiples necesidades y las aspiraciones confusas de millones de seres humanos que desde hace siglos buscan penosamente en la noche de iniquidades y desigualdades de todo orden, una salida hacia la libertad y la justicia. Esta voz del hombre que domina la primera parte de nuestro siglo XX, con toda la potencia de su genio bienhechor y con el gran soplo de su humanismo, fue la del gran apóstol de la libertad, Franklín Delano Roosevelt. Libertad de conciencia, clamaba aquella voz, libertad de expresión, liberación de la necesidad, liberación del medio, igualdad y justicia para todos, sin discriminación de raza, de lengua o de religión. Así fue encontrada la fórmula lapidaria que debía reunir la adhesión de todos los pueblos de nuestro universo, tan diversos por la lengua, la raza y la religión, porque ella integraba los derechos, las libertades fundamentales del hombre del siglo XX y respondía a las necesidades de todos.
Sobre este tema general, la Comisión de Derechos Humanos, formada en virtud de una decisión del Consejo Económico, Social y de la Tercera Comisión, han edificado el documento sometido a vuestro examen. Cierto, la tarea no era fácil. Después del acuerdo con los pueblos, fue preciso realizar lo que es menos cómodo, el acuerdo de los gobiernos y eso en uno de los momentos los más difíciles de la historia de la humanidad. Para el éxito de tal empresa y un mundo en el cual tantas fuerzas están en juego, en el cual las civilizaciones, tradiciones culturales se cruzan y entremezclan y en donde se enfrentan las familias espirituales las más opuestas y las escuelas de pensamiento las más antagonistas, era necesario llegar a un acuerdo de pensamiento entre los hombre provenientes de los cuatro puntos del horizonte, representantes de gobiernos y de países, con ideologías políticas claramente contrarias y con intereses divergentes, había que llegar a un denominador común acerca de conceptos tan delicados, como aquellos de los derechos políticos, de los derechos económicos, de los derechos sociales y culturales y que ponen en juego todo el sistema de certidumbres morales y metafísicas, a las cuales adhiere cada uno. También, en este documento, hemos buscado una aproximación más pragmática que teórica. En común, hemos confrontado, reestructurado, perfeccionado fórmulas de manera que se vuelvan aceptables para unos y otros como puntos prácticos de convergencia y a pesar de las oposiciones entre las perspectivas doctrinales, hemos intentado completar, coordinar y conciliar las dos concepciones de nuestra época, la del individualismo clásico de los derechos y las libertades del individuo, únicamente aplicados a la elaboración de su destino personal y la de los derechos y libertades del ser humano, como comprometido en el proceso económico y en la obra histórica de las comunidades de las cuales forma parte. Nos esforzamos así en armonizar las necesidades incomprensibles de libertad del hombre con los imperativos de justicia y de solidaridad social.
Retomando la noción de derechos tradicionales del hombre, los derechos clásicos y libertades políticas, hemos integrado en nuestra Declaración los derechos económicos y culturales más recientes, sin los cuales los primeros no tienen ni sentido, ni eficiencia.
La preocupación de una forma simple y clara, y que vuelve nuestra Declaración accesible tanto para las élites como para las masas laboriosas, nos ha dominado constantemente. Seguimos un orden lógico y racional en la disposición de los artículos; la eventualidad de limitaciones fundadas en el orden público, la moral y el interés general está prevista en el artículo 27 para todos los derechos y libertades formulados de manera muy absoluta en el cuerpo de la Declaración.
He ahí pues, Señores Delegados, la obra elaborada por la Comisión de Derechos Humanos y perfeccionada por la Tercera Comisión de la Asamblea General.
Sin duda no es perfecta, puesto que concede debilidades inherentes a las empresas humanas, pero mirándolo bien, representa el esfuerzo más grande intentado por la humanidad en su conjunto para darse nuevos cimientos jurídicos y morales fundamentados en la libertad, igualdad y fraternidad.
Es también una promesa para los humillados y ofendidos de la tierra. Es aún un preludio de transformaciones del cual nuestro mundo necesita. Es sobre todo una etapa decisiva en el proceso de unificación de un mundo profundamente dividido y un paso hacia el establecimiento de una era de comprensión y cooperación internacional.
Nuestra Declaración, Señores Delegados, representa todo eso. Es mucho, si consideramos nuestro punto de partida, pero poco si pensamos en la meta final. Se ha pervertido tanto la función del lenguaje en el curso de estos últimos años, se han profanado tanto las palabras las más nobles, hecho mentir las más verdaderas, que las promesas solemnes de nuestra Declaración no serán suficientes para restituir a los pueblos sacudidos en su fe en los derechos y libertades fundamentales del hombre, que tan sólo una convicción internacional y medidas de ejecución establecidas lo más rápidamente, aseguren el respeto de estos derechos y libertades por los Estados y los Gobiernos que las han suscrito.
Señor Presidente, una coincidencia tan feliz, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales del Hombre, de 1948, sea discutida y votada en esta inmortal y dulce Francia, en donde el pensamiento humano ha conocido su más alta expresión. Patria de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en este cuadro magníficamente humano de París, capital y ciudadela de la libertad; en este Palacio de Chaillot, museo del Hombre consagrado a la exaltación de su prodigiosa historia y de su potencia creadora, ha querido que la Presidenta de la Comisión de Derechos Humanos, fuese la distinguida esposa del gran Roosevelt, apóstol de estos derechos y libertades fundamentales del hombre del siglo XX.
La Tercera Comisión de la cual soy el intérprete se siente feliz, en el seno de la Asamblea plenaria, de rendir un homenaje respetuoso a uno de sus miembros los más asiduos, los más oídos y que ha aportado una colaboración inteligente, sagaz y comprensiva, una autoridad matizada, un conocimiento profundizado de los diversos sistemas filosóficos, económicos y jurídicos de nuestra época, a la elaboración de nuestro documento histórico destinado a hacer pasar en la realidad universal los sueños grandiosos y generosos de su ilustre marido, de una humanidad mejor, de libertad, de igualdad y fraternidad, sin discriminación de raza, de idioma, de creencia religiosa o política.