Por Catherine Lara (2007)

Al igual que en antropología, la arqueología se relaciona con un “otro” cultural. Un “otro” quizá más lejano, debido a la distancia temporal, pero omnipresente a través del registro material subsistente. En su calidad de “antropólogos del pasado”, ¿cómo perciben los arqueólogos a ese “otro” en la actualidad y por ende, cómo perciben al “otro” arqueológico? La antropología propone diversas visiones en ese sentido. El siguiente trabajo monográfico presenta justamente una de ellas: la propuesta estructuralista.

INTRODUCCIÓN

La Ilustración constituyó un fenómeno de continuidad y ruptura dentro del pensamiento europeo del siglo XVIII. Desde este punto de vista, la filosofía ilustrada plasmó la cuestión de la alteridad y de la relación entre naturaleza y cultura como uno de sus pilares conceptuales principales, definiendo así una problemática que se mantendría a lo largo de toda la modernidad.

De hecho, el contacto con el “otro” cultural no es novedad al iniciar el Siglo de las Luces. Sin embargo, la expansión del colonialismo europeo en esa época y la toma de conciencia de sus consecuencias para el resto del mundo, parecen haber fomentado una reflexión formalizada sobre la alteridad. En este sentido, la conquista de América fue un factor decisivo en la configuración de diversos posicionamientos ideológicos frente a la cuestión del otro, desde la justificación de las estrategias de dominación europeas de Locke, hasta la exaltación de la condición salvaje por Rousseau, pasando por el reclamo de un reconocimiento a la humanidad de los “salvajes”, formulado por Las Casas, o la propuesta voltairiana de corregir las falencias del ser civilizado gracias al ejemplo de las virtudes de los “naturales”.

Al igual que las demás ramas de la ciencia, la antropología ha llevado con ella este bagaje ideológico acumulado por más de dos siglos. Mientras que el evolucionismo y el difusionismo o el funcionalismo (por citar estos tres ejemplos), promovieron exageradamente la supremacía del hombre blanco occidental, el relativismo planteó al contrario una validez indiferenciada de cada cultura.

Dentro de este contexto, el estructuralismo surge como respuesta a estos dos extremos. El siguiente trabajo se propone precisamente definir los lineamientos principales de esta propuesta, y reflexionar sobre ellos en base a una revisión de las principales obras del padre del estructuralismo antropológico, Claude Lévi-Strauss. Cabe resaltar de antemano que la experiencia personal de Lévi-Strauss lo posicionó en una situación particularmente favorable de cara al delineamiento de un punto de vista original frente a la cuestión del otro. A su manera, Lévi-Strauss mismo fue un “otro”: en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, sus orígenes judíos le obligaron a abandonar su país (Francia), y huir hacia Estados-Unidos, un mundo similar y a la vez distante al suyo. Por motivos laborales, se estableció luego en Brasil, en donde vivió durante largos años entre los Nambikwara de la Amazonía (Lévi-Strauss, 1990 a; Clément, 2003). Posteriormente, su profesión le condujo desde luego a entrar en contacto con diversas culturas, ya sea personalmente, ya sea a través de la consulta de numerosas fuentes etnográficas

Desde este punto de vista, se analizará cómo, por un lado, el otro es un diferente para Lévi-Strauss, y por otro, a la vez un semejante, revelador de la condición del yo, tomando en cuenta cómo se definen el “otro” y el “yo” en este sentido.

EL OTRO, UN DIFERENTE

Dentro de un contexto mundializado en que las potencias occidentales dominantes buscan difundir ciertos modelos de vida en base a derechos humanos supuestamente universales, Claude Lévi-Strauss no dudó un instante en insistir sobre la existencia de diferencias, en contraposición a un concepto de diversidad que ha buscado más que nada una homogeneización de las culturas. En este contexto, Lévi-Strauss plantea la existencia de dos grupos humanos en oposición: los “primitivos” y los “occidentales”.

Como se verá a continuación, las diferencias entre estas dos agrupaciones estriban principalmente en los campos de la tecnología, y de la naturaleza de los procesos cognitivos, dentro de la forma misma de percibir al “otro”. En su análisis, Claude Lévi-Strauss resalta que si bien estas diferencias pueden llegar a ser destructivas, son a la vez esenciales al porvenir de la humanidad. Como consecuencia, el papel del etnólogo cobra aquí un rol decisivo.

Tecnología y progreso

A través de su obra, Claude Lévi-Strauss recuerda constantemente que existen innegables diferencias a nivel tecnológico entre las distintas culturas del mundo. A la antropología parece que se le ha atribuido precisamente el papel de estudiar a aquellas sociedades desprovistas de escritura, recientemente entradas en contacto con los avances de la tecnología occidental, esto es, a aquel:

vasto conjunto de poblaciones que ignoran a la escritura, sustrayéndose, por este hecho, a los métodos de investigación del historiador puro; alcanzadas, de forma exclusivamente reciente, por la expansión de la civilización mecánica: esto es, extranjeras por su estructura social y su concepción del mundo, a nociones que la economía y la filosofía política consideran como fundamentales al tratarse de nuestra propia sociedad (Lévi-Strauss, 1958: 113, mi traducción).

Lévi-Strauss acota esta observación a través de varios ejemplos: la dificultad material para un joven europeo como él de soportar las incómodas condiciones de vida en una tribu de la Amazonía (Clément, 2003) o el rápido colapso de los grandes imperios del nuevo mundo luego de la conquista europea ( Lévi-Strauss, 1997) por ejemplo.
Frente a esta perspectiva, Lévi-Strauss se interroga:

(…) si no existen aptitudes raciales innatas, ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los inmensos progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color se quedaron atrás, las unas a medio camino, y las otras, afectadas por un retraso que se contabiliza en miles o decenas de miles de años? (Lévi-Strauss, 1997: 12, mi traducción).

Sin embargo, Lévi-Strauss matiza la supuesta superioridad tecnológica de Occidente: cierto es que, a nivel de criterios de producción energética, Estados-Unidos destacaría por encima de las demás naciones (Lévi-Strauss, 1997), (aunque estudios más recientes han demostrado que esta percepción es discutible), pero a nivel de adaptación, los Esquimales o los Beduinos se llevarían la palma (idem).

Por otra parte, si bien Occidente demuestra considerables progresos tecnológicos a nivel de la mecánica, Lévi-Strauss subraya que el mundo oriental lo rebasa por completo a nivel del manejo del cuerpo humano como organismo físico y material (Lévi-Strauss, 1997). Dentro de este lineamiento, el etnólogo señala además que el entendimiento del sistema de parentesco australiano aborigen requirió por parte de los investigadores occidentales, del despliegue de complejos modelos matemáticos (Lévi-Strauss, 1997). Desde este punto de vista, Lévi-Strauss va más allá de la comúnmente admitida “superioridad” occidental, al especificar que existen otros campos en que las sociedades “primitivas” sobresalen.

De la misma manera, otro aporte relevante del autor consiste en su propuesta de una alteridad temporal, y no sólo espacial: es así como se observa muy pertinentemente que, en el imaginario occidental, habría existido

una especie de Edad de Oro tecnológica, en que las invenciones se recolectaban con la misma facilidad que las flores o las frutas. Sólo al hombre moderno estarían reservadas las fatigas del labor y las iluminaciones del genio (Levi-Strauss, 1997: 57, mi traducción).

Todo ocurre como si el hombre occidental moderno estuviera asimilando a las sociedades “primitivas” de su mundo contemporáneo a la condición de sus antepasados, idea que se había ya generalizado entre las escuelas evolucionistas.

No obstante, a pesar de ser superiores en distintos campos, las sociedades “primitivas” están adoptando cada vez más modelos de vida occidentales, aunque de manera forzada (Lévi-Strauss, 1997). Consiguientemente, Lévi-Strauss sugiere que la energía que consagraría la superioridad decisiva de Occidente sobre las demás culturas, sería en realidad aquella que le otorga una capacidad de imposición (Lévi-Strauss, 1997).

Pero de cara a la explicación de esta admitida superioridad de Occidente, Lévi-Strauss señala además el papel de las circunstancias y de la historia. Para él, las culturas tienen oportunidades de progresar a lo largo de la historia. El azar y su libertad definen que las utilicen o no (Lévi-Strauss, 1997).

La simultaneidad de aparición de nuestros trastornos tecnológicos (seguidos de cerca por trastornos sociales), en territorios tan vastos y regiones tan distantes, bien demuestra que no han dependido del genio de una raza o de una cultura, pero de condiciones tan generales que se sitúan fuera de la conciencia de los hombres (Lévi-Strauss, 1997: 65, mi traducción).

Existe también lo que se podría denominar la “paradoja del progreso”: frente a la idea conciliante de que la diversidad puede aportar progreso, Lévi-Strauss señala que al presentarse esta situación, la diversidad se ve cada vez más amenazada, ya que el progreso implica que sus actores o seguidores creen artificialmente una clase de alteridad social, esto es, una barrera entre ellos y los otros grupos sociales o culturales que se quedaron “atrás”. En estas circunstancias, ¿cómo reaccionan las sociedades? Estableciendo mecanismos de dominación entre la minoría vinculada al progreso, y una mayoría “retrasada”. Este fenómeno se da tanto a nivel interno como en las relaciones intergrupales (Lévi-Strauss, 1997). Es también de esta manera como surgen las superioridades de ciertas sociedades sobre otras. Ya que Lévi-Strauss menciona el contexto de la homogeneización cultural (o globalización, tal como se lo conoce hoy en día), a nivel más generalizado, este fenómeno es ampliamente visible en este mismo contexto actual, en que las elites de los países del Tercer Mundo (es decir, atrasados en la escala del progreso tecnológico desde el punto de vista de las naciones industrializadas), buscan asimilarse a estilos de vida del “Norte”, distanciándose cada vez más de sus conciudadanos más pobres, asociados entonces al pasado, a lo tradicional, a lo natural y por ende, a lo popular (recuérdese lo despectivo del término “campesino”).

Sin embargo, más allá de circunstancias materiales o históricas, Lévi-Strauss ofrece una explicación suplementaria al porqué de la existencia de diferentes grupos humanos.

Conocimiento, tiempo y espacio

De entrada, cabe introducir aquí el concepto de división de las sociedades humanas entre “frías” y “calientes” (Clément; Grisoni, 2003), o en términos del propio Lévi-Strauss:

En pocas palabras, las sociedades se parecen un poco a las máquinas y sabemos que hay dos grandes clases de estas últimas: las máquinas mecánicas y las máquinas termodinámicas. Las primeras son aquellas que utilizan la energía que se les proporcionó al principio de su funcionamiento y que, si estuviesen muy bien construidas, si no hubiese rozamiento y calentamiento, podrían funcionar de manera teóricamente indefinida con la energía inicial que se les dio al principio. Mientras que las máquinas termodinámicas, como la máquina de vapor, funcionan en virtud de una diferencia de temperatura entre sus partes, entre la caldera y el condensador, producen un enorme trabajo, mucho más que las otras, pero consumiendo su energía y destruyéndola progresivamente (Lévi-Strauss, 1969 b: 27).

Dentro de esta distinción, se ha asociado las sociedades frías a las “primitivas”, y las “calientes”, a las occidentales. De acuerdo con el planteamiento de Lévi-Strauss, esta diferenciación, de índole cognitiva, define una serie de posicionamientos distintos por parte de cada uno de estos grupos, de cara al tipo de pensamiento, a la visión del tiempo, del arte y de la naturaleza.

A las sociedades “frías” corresponde el “pensamiento salvaje”, según Lévi-Strauss. Este tipo de conocimiento se manifiesta a través del mito. Se caracteriza por una continuidad entre lo sensible y lo inteligible (Lévi-Strauss, in Kutukudjian, 2003). En cambio, las sociedades calientes se asocian a un tipo de pensamiento científico. Este destaca por crear él mismo su propia materia, a través de hipótesis y teorías, mientras que el pensamiento mítico maneja hechos concretos. En este punto, Lévi-Strauss advierte en contra del peligro de considerar al pensamiento mítico como previo al científico, prisionero de las eventualidades: según él, se trata en realidad de una forma de dar sentido al mundo, intención abandonada por el pensamiento científico, que prefirió conformarse con el “no-sentido” (Lévi-Strauss, 1966). Cabe además resaltar que, si bien Lévi-Strauss no considera al pensamiento mítico como sistemáticamente previo al científico (Lévi-Strauss, 1990 b), señala que Europa estableció una división entre el pensamiento científico y mitológico en los siglos XVII y XVIII (Lévi-Strauss, 2002). Se empezó a valorar la visión segmentaria del mundo, frente a la percepción totalizadora buscada por el pensamiento mítico (Lévi-Strauss, 2002). En este sentido, según el etnólogo, el pensamiento mítico fracasó, ya que no crea más que una ilusión, que no permite al ser humano alcanzar una comprensión y un poder de acción global sobre la realidad (Lévi-Strauss, 2002). De hecho, al dividir sus entradas de conocimiento del mundo en fragmentos pequeños, y al llegar a dominar cada uno de ellos, el pensamiento científico logra poco a poco controlarlos y juntarlos para adquirir una capacidad de acción sobre la realidad. En cambio, al querer abordar al mundo como a un todo, el pensamiento mítico es muy pronto sumergido por la inmensidad del mismo, perdiendo así la magnitud de control y transformación que caracteriza al pensamiento científico, si bien ambos pensamientos apuntaban originalmente hacia la búsqueda de una forma de acción sobre la realidad.

(…) lo cual no impide que haya entre los dos [pensamientos] una diferencia considerable ya que este saber taxonómico se queda prisionero, hasta diría, estancado, en los datos sensibles, mientras que lo propio del saber científico ha sido rebasar estos datos para establecerse en niveles sucesivos de lo real, cada vez menos asequibles a los sentidos, pero dotados de un mayor valor para la explicación y la acción (Lévi-Strauss, in Kutukudjian, 2003: 54, mi traducción).

Por otra parte, la ciencia posee una ventaja adicional: está en medida de reincorporar el pensamiento mítico que alguna vez pudo haber formado parte de su cultura (Lévi-Strauss, 2002). Como consecuencia, la grandeza de la ciencia consiste en que «(…) no sólo está preparada para explicar su propia validez, sino también aquello que, en cierta medida, es válido en el pensamiento mítico» (Lévi-Strauss, 2002: 49).

De hecho, la característica segmentaria del pensamiento mítico tal como lo plantea Lévi-Strauss demostró ser perjudicial al avance de la ciencia. Desde este punto de vista, si bien la metodología adoptada sigue privilegiando la segmentación, ésta se da cada vez más dentro de un concepto de totalidad presente en el pensamiento mítico: ya no se trata de manejar segmentos pertenecientes a un campo exclusivo, sino a varios, sin perder de vista las analogías existentes entre las diversas ciencias, ya que éstas son producto de una sola mente humana. Este “nuevo” esfuerzo que está haciendo el pensamiento científico se conoce bajo el nombre de “multidisciplinariedad”.

Por otra parte, respecto a la visión del tiempo, si bien ésta se diferencia entre las culturas “primitivas” y occidentales, existen tendencias en el pensamiento científico que van hacia la integración de una percepción mítica del tiempo. Buisine hace una observación relevante en este sentido, comparando el tiempo aludido por Lévi-Strauss a la noción del mismo según Proust:

Ahora bien, ¿cómo no observar que Claude Lévi-Strauss da precisamente un título eminentemente proustiano, “El tiempo reencontrado”, a esta parte del Pensamiento Salvaje? Dar este título, es confesar ya lo que ante todo le fascina en la obra de Marcel Proust: una profunda intemporalidad. Hasta se podría decir que En busca del tiempo perdido logra a nivel literario lo que realiza la historia mítica, que “ofrece la paradoja de ser simultáneamente desjuntada y unida al presente” y elabora un sistema coherente “en el que una diacronía, de alguna manera domada, colabora con la sincronía sin riesgo que entre ellas surjan nuevos conflictos” . En efecto, en Marcel Proust, al menos en el Proust “teórico” del Tiempo reencontrado, bien se trata de superar la diversidad del tiempo (Buisine, 2003: 93, mi traducción).

Como se lo acaba de mencionar y a nivel más generalizado, estas variaciones cognitivas entre sociedades frías y calientes desembocan precisamente en percepciones distintas del tiempo: entre las sociedades “frías”, se ha cuestionado con frecuencia la idea de que el estructuralismo esté postulando su a-historicidad. Esta percepción parece más bien errónea.

Para Lévi-Strauss, las sociedades usan del tiempo en formas distintas: mientras las sociedades calientes se caracterizan por una historia acumulativa que busca construir grandes civilizaciones, las sociedades frías no buscan sintetizar conocimientos en una base diacrónica (Lévi-Strauss, 1997). En la cultura occidental, el símbolo par excellence de esta tendencia acumulativa es la escritura (Lévi-Strauss, 1997). A través de ella, y en referencia al subcapítulo anterior, se plantea además que Occidente pudo someter a las sociedades “frías” (Lévi-Strauss, 1990 a), por el hecho de mismo de constituir una herramienta eficaz de control. No se trata tanto de afirmar que estas sociedades no están en la historia o que no la tienen, sino más bien de proponer que no la dejan entrometerse en su estructura, la cual quieren preservar (Lévi-Strauss, 1973).

(…) mientras que las sociedades llamadas primitivas se bañan en un fluido histórico al cual se esfuerzan por permanecer impermeables, nuestras sociedades interiorizan, valga la expresión, la historia para convertirla en el motor de su desarrollo (Lévi-Strauss, 1969 b: 34).

Las sociedades occidentales están hechas para el cambio (Lévi-Strauss, 1973: 376, mi traducción).

Otro campo en que se manifiesta la dicotomía entre pensamiento salvaje y científico atañe al de la producción artística. En este punto, Lévi-Strauss critica el arte de la modernidad, señalando que se concentra en hablar de sí mismo y no del mundo, cortándose de la naturaleza. Pensemos en el arte romántico: sus hermosos paisajes son más una proyección de la interioridad del artista que una intromisión dentro del mundo natural. No es la naturaleza la que dicta la obra, sino el hombre, tendencia que ha permanecido en el arte actual. El hombre se desliga de la naturaleza, la transforma en un objeto manipulable del cual se cree el dueño omnipotente. Para el etnólogo, este tipo de actitud en la práctica artística occidental anuncia su desaparición; al ser parte de la naturaleza, toda tentativa humana de alejarse de ella sólo puede concluir en un fracaso. Se opone al arte primitivo, el cual logra mantener el equilibrio entre los tres elementos que de acuerdo a Lévi-Strauss subyacen a la vitalidad artística, esto es: la imagen que se busca representar, el límite del soporte material y el destino práctico de la obra (Hénaff, 2003). Contrariamente al artista occidental, el “primitivo” no crea para un reducido grupo de especialistas, sino dentro del marco de las expectativas sociales globales (Lévi-Strauss, 1969 b). Se relaciona además con lo sobrenatural como forma de expresión de una realidad vivida, y esta dimensión es la que hace considerablemente falta al arte moderno (Lévi-Strauss, 1993).

Por último, el arte primitivo se sitúa al extremo opuesto del arte sabio o académico: este último interioriza la ejecución (de la cual se cree el maestro) y el destino (ya que “el arte por el arte” es a sí mismo su propio fin). Como consecuencia, es llevado a exteriorizar la ocasión (la cual pide al modelo que le ofrezca): ésta llega así a formar parte del significado. En cambio, el arte primitivo interioriza la ocasión (ya que los seres sobrenaturales que se place en representar tienen una realidad independiente de las circunstancias, e intemporal) y exterioriza la ejecución y el destino, los cuales llegan luego a ser una parte del significante (Lévi-Strauss, 1990 a: 42, mi traducción).

Desde este punto de vista, Lévi-Strauss asocia el arte a la naturaleza. Siendo ésta cada vez más olvidada por el pensamiento científico, las sociedades occidentales se alejan cada vez más del arte como esencia propia de la naturaleza, como expresión del lazo que ésta mantiene con el ser humano.

En última instancia, las dinámicas intrínsecas al pensamiento salvaje y al pensamiento científico definen asimismo percepciones diferentes frente a la naturaleza (tal como se lo anunció respecto al tema del arte, presentado por Lévi-Strauss como íntimamente ligado al de la naturaleza). Es así como Lévi-Strauss distingue aquí a tres grandes grupos culturales: el de las sociedades calientes, las cuales perciben al cosmos como regido por leyes naturales, el de Extremo-Oriente, que define al hombre como a un ser vivo, y el de los cazadores-recolectores, quienes piden permiso a los animales antes de cazarlos (Clément, 2003).

Es relevante notar aquí que surge un grupo cultural más al de la simple división entre sociedades frías y calientes. Al parecer, Lévi-Strauss no ha profundizado el caso de la civilización oriental en ese sentido, pero no sería infundado pensar que se podría tratar de un grupo que consta de elementos “fríos” y calientes”. De hecho, como se verá más adelante, la idea de considerar al hombre como a un ser vivo es un punto de vista retomado por el propio Lévi-Strauss, quien ve además al etnólogo como intermediario entre los dos tipos de pensamiento ya enunciados, de la misma manera en que Oriente, en este sentido, parece unirlos. ¿Se puede decir que en este sentido, se acerca al pensamiento oriental? Este tema es abordado más detalladamente por Philippe Descola (2005), discípulo de Lévi-Strauss, en su monumental Par-delà nature et culture.

Aquí, las sociedades calientes se diferencian por considerar al ser humano como dueño de la naturaleza, mientras que los demás grupos se perciben más bien como parte de ella (Lévi-Strauss, 2006), están en diálogo con su entorno natural (Mauzé, 2003). En esta perspectiva, las sociedades calientes corren un grave riesgo de autodestrucción (Clément, Grisoni, 2003).

A estas alturas de nuestra exposición, y volviendo a retomar los elementos previamente evocados, aparece que Claude Lévi-Strauss matiza de forma compleja su percepción acerca de la relación entre sociedades “frías” y “calientes”: a nivel cognitivo y temporal, se podría llegar a tener la impresión de una superioridad de las primeras sobre las segundas, pero la situación se invierte de cara a la creación artística es decir, a la relación con la naturaleza. ¿Se podría hablar entonces de un equilibrio? ¿De una complementariedad? Se podría por ejemplo concebir a estos dos tipos cognitivos como complementarios, lo cual recuerda en cierto sentido la propuesta de Voltaire de crear a un ser humano ideal. ¿Es esto realmente posible? La obra de Claude Lévi-Strauss deja más bien una sensación pesimista al respecto: de hecho, Lévi-Strauss es esencialmente partidario de Rousseau, -enemigo mortal de Voltaire, quien dedicó sus obras a denigrar al hombre civilizado frente al “natural”. Sin embargo, Lévi-Strauss cree en la diversidad, en tanto que ésta sea respetuosa de las demás culturas. Ahora bien, dentro de la lógica del pensamiento científico, ¿es posible que ésta no implique una voluntad de dominación? La idea de Lévi-Strauss según la cual, si bien el ser humano se desenvuelve en estructuras cognitivas básicas, éstas le dejan una libertad de acción, las cuales explican la idiosincrasia cultural, iría en este sentido. De hecho, Lévi-Strauss parece rebasar esta idea de superioridad de las sociedades “calientes” sobre las “frías”: cada sociedad se desarrolla según sus necesidades (Lévi-Strauss, 2002), en relación también a su libertad y a las circunstancias históricas.

Lo mismo ocurre entre las civilizaciones. Aquellas que denominamos primitivas no difieren de las demás en el equipamiento mental, pero únicamente en el hecho de que ningún equipamiento mental, cualquiera que éste sea, prescribe que debe desplegar sus recursos en un momento determinado y explotarlos en cierta dirección. Que una sola vez en la historia humana y en un solo lugar, se haya impuesto un esquema de desarrollo al cual, quizá arbitrariamente, ligamos desarrollos ulteriores –con poco o menos certeza de que faltan y faltarán siempre términos de comparación- no autoriza a transfigurar una ocurrencia histórica, que no significa nada sino que es producida en ese lugar y en ese momento, como prueba a favor de una evolución desde ahora exigible en todo tiempo y todo lugar. Porque, entonces, será demasiado fácil concluir sobre una lisiadura o una carencia de las sociedades o de los individuos, en todos los casos en que no se produjo la evolución.
Luego, al afirmar sus pretensiones tan decididamente como lo he hecho en este libro, el análisis estructural no recusa la historia. Al contrario, le otorga un lugar de primera plana: el que le corresponde por derecho a la contingencia irreductible, sin la cual ni siquiera se podría concebir a la necesidad (Lévi-Strauss, 1966: 408, mi traducción).

Los seres humanos son diferentes, llana y simplemente.

Racismo, etnocentrismo, imperialismo

Conscientes de esta diferencia, los seres humanos reaccionan de diversas maneras, las unas, constructivas, y las otras, menos.

Lévi-Strauss resalta así la tendencia humana a escandalizarse frente a lo diferente, a rechazarlo, calificándolo de “bárbaro” (Lévi-Strauss, 1997).

Los pueblos llamados primitivos se autodenominan todos los “verdaderos”, los “buenos”, los “excelentes”, inclusive, lo cual es peor, los “hombres”, mientras que todos los demás son “monos de tierra”, o “huevos de piojos” (Lévi-Strauss, 1997: 107, mi traducción).

Desde esta perspectiva, la lógica de las sociedades “calientes” estimuló su propensión a imponer sus valores a los “bárbaros”. Por más sorprendente que pueda parecer, Lévi-Strauss señala precisamente que entre estos modelos impuestos se encuentra el ideal de libertad promovido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos: de acuerdo con el etnólogo, la idea de libertad ha sido muy poco desarrollada fuera de Occidente (Clément, 2003).

Así, Lévi-Strauss enfatiza la evidente dificultad de comunicación entre los seres humanos (Clément, 2003). En Occidente por ejemplo, existe una tendencia generalizada a agrupar en una misma masa homogénea a todo aquello que no pertenezca a las propias creencias y costumbres (Lévi-Strauss, 1965). Sin embargo, esta pretendida exclusión de las sociedades primitivas no es más que una ilusión: gracias a su destrucción, Occidente logró desarrollarse, y toma plenamente conciencia de su crimen hoy en día (Lévi-Strauss, 1973). Pues así como los seres humanos pueden percibirse entre ellos como tales, más allá de las diferencias, son también capaces de negarse unos a otros el sentido de humanidad, creando así lógicas de subordinación: desde este punto de vista, se vuelve a la alteridad social mencionada en nuestro primer acápite. Ésta explica cómo la competencia social lleva a ciertas minorías a negar el carácter de humanidad a colectivos pertenecientes a la misma agrupación social (Lévi-Strauss, 1990 a). Esta observación de Lévi-Strauss se contrapone a una realidad que el darwinismo social consideraba como axiomática. Al negar al otro el carácter de humanidad, se lo traslada a la categoría “animal” (generalmente): son unas “bestias”. Esta asociación del otro a un elemento natural sugiere una vez más una voluntad de desligarse a sí mismo de lo natural, es decir, se aleja de la naturaleza, percibida entonces como ajena y antagónica a lo humano.

El malentendido intercultural se da en el plano semántico, como ocurre actualmente entre Occidente y Oriente: “Las fórmulas que ahí comportamos implican significados ausentes o diferentes” (Lévi-Strauss, 1990 a). Este punto se vio claramente ilustrado en la controversia ocasionada por el discurso del Papa Benedicto XVI en Ratisbona: el concepto de razón tiene significados diferentes entre católicos y musulmanes, y toda tentativa de diálogo interreligioso exige, antes que una crítica indignada, una precisión sobre los conceptos en juego…

Dentro de este lineamiento, las sociedades “frías”dan nuevamente el ejemplo.

[La moral de los mitos] nos enseña, en todo caso, que una fórmula a la cual dimos tanta acogida tal como “el infierno, son los demás”, no conforma una propuesta filosófica, sino un testimonio etnográfico sobre una civilización. Porque desde la infancia nos han acostumbrado a temer la impureza venida de afuera. Cuando proclaman, al contrario, que “el infierno, somos nosotros mismos”, los pueblos salvajes dan una lección de modestia que nos gustaría creer que somos aún capaces de oír (Lévi-Strauss, 1968: 422, mi traducción).

O refiriéndose a la anécdota según la cual, mientras los españoles reflexionaban sobre la humanidad de los americanos, en Puerto-Rico, éstos realizaban experimentos sobre cadáveres de europeos:

De esta comparación entre las investigaciones sobresalen dos conclusiones: los blancos invocaban a las ciencias sociales mientras que los indios confiaban más bien en las ciencias naturales; y, mientras los blancos proclamaban que los indios eran bestias, los segundos se contentaban de sospechar que los primeros eran dioses. A ignorancia igual, el último procedimiento era por cierto más digno por parte de hombres (Lévi-Strauss, 1990 a: 82).

A pesar de todo, la diversidad es también una ventaja (Lévi-Strauss, 1997). (¿Se podría también hablar de la “paradoja de la diversidad”?) Efectivamente, al considerar al otro como bárbaro, las entidades culturales fortalecen sus propios valores. No se trata de racismo, sino de un distanciamiento necesario a la preservación de una diversidad necesaria (Clément, 2003), como se verá más adelante.

Cabe añadir que Lévi-Strauss se refiere a menudo al papel del etnólogo como observador y actor de las relaciones interculturales. Se percibe quizá un remoto sentimiento de impotencia en él, frente a la imposición por parte de Occidente, de la idea según la cual es una cultura superior, idea que está siendo asimilada culturalmente por múltiples sociedades.

Tocamos aquí el punto más sensible de nuestro debate; no serviría de nada querer defender la originalidad de las culturas humanas en contra de ellas mismas (Lévi-Strauss, 1997: 52, mi traducción).

Sugiere que definir a una sociedad como obediente a una “historia acumulativa” o “estacional” podría depender del punto de vista etnocentrista del autor (Lévi-Strauss, 1997). Acto seguido, Lévi-Strauss plantea el problema de saber si el criterio de diversidad es un concepto objetivo, o más bien producido por la filosofía e ideología occidentales (Lévi-Strauss, 1984). No se descarta la idea de que Occidente haya desarrollado la etnología con la esperanza de cerciorarse de que no es la única cultura en cometer errores tan dramáticos (Lévi-Strauss, 1990 a). Menciona que en los Estados-Unidos, inclusive surgió la propuesta de promover la formación de etnólogos entre los nativos, los cuales podrían así juzgar a la sociedad “blanca” (Lévi-Strauss, 1984) (¿algo así como una revancha?) Pero

con la mejor de las buenas voluntades, no lograremos jamás hacernos aceptar como sus “salvajes”. Pues, en el tiempo en que les hacíamos desempeñar este papel, ellos no existían para nosotros; mientras que, para ellos, responsables de su suerte, existimos. (Lévi-Strauss, 1984: 21, mi traducción).

Por otra parte, Lévi-Strauss insiste en el papel de la experiencia de campo como oportunidad de descubrir a un “yo” que es otro, dentro de la relación con la cultura estudiada, la cual es “otra” también. Efectivamente, las condiciones a menudo difíciles de la investigación de campo (Lévi-Strauss, 1972), crean una situación en donde

(…) el observador se toma como propio instrumento de observación; obviamente, le es necesario aprender a conocerse, a obtener de un yo, que se revela como otro al yo que utiliza, una evaluación que llegará a ser parte integrante de la observación de otros “yo”: cada carrera etnográfica halla su principio en unas “confesiones”, escritas o no reconocidas (Lévi-Strauss, 1973: 48, mi traducción).

Cierto es que, muchas veces, los etnólogos son individuos que pueden llegar a sentirse incómodos en su propia sociedad, son “otros” en ella:

Ciertamente, cuando trato de aplicar al análisis de mi propia sociedad lo que a otras sociedades, a las cuales estudio con simpatía infinita, y casi con ternura, me impresionan vivamente algunos modos de acción, cuando soy testigo presencial de los mismos en mi propia sociedad, me indignan y me asquean, mientras que, si observo modos de acción análogos, relativamente semejantes, en las sociedades llamadas “primitivas”, no siento en mí ni siquiera el esbozo de un juicio de valor. Trato de comprender porqué son así las cosas, y parto inclusive del postulado de que, puesto que estos modos de acción, estas actitudes, existen, es que debe haber una razón que los explique (Lévi-Strauss, 1969 b: 11).

Como vemos, a pesar de las diferencias externas, los seres humanos comparten comportamientos comunes, aún si «so capa de objetividad científica, los hombres de ciencia tratasen, inconscientemente, de hacer que los segundos, ya se trate de los enfermos mentales o de los que hemos dado en llamar “primitivos”, fuesen más diferentes de lo que en verdad son «(Lévi-Strauss, 1965: 9).

¿A qué se deben estas similitudes y qué implicaciones tienen en la problemática de la alteridad?

EL OTRO, UN REVELADOR DEL “YO”

El siguiente segmento se propone explicar cómo, en base al concepto clave de estructuras elementales, el estructuralismo de Lévi-Strauss plantea la existencia de una sola condición humana, sobre el plano cognitivo. Sin embargo, esta misma base cognitiva común contempla una variabilidad de expresiones, originando así la diversidad cultural que conocemos. Pero es precisamente porque comparte una base común que esta diversidad es constructiva para la humanidad en sí, por lo cual es preciso preservarla: una vez más, el etnólogo tiene una tarea fundamental en este sentido. Pero antes que nada, veamos más detenidamente el papel de las estructuras elementales, su expresión y su función dentro de la dialéctica intercultural.

Las estructuras elementales como base de una humanidad; naturaleza y cultura.

De entrada, Lévi-Strauss denuncia la creencia de que el pensamiento “primitivo” es “salvaje” y que es ontológicamente diferente. Las sociedades “frías”, al igual que cualquier otra, piensan (Lévi-Strauss, 2002). Lo que ocurre, es que la mente humana es una, y sus capacidades, iguales (idem). Esta mente se articula en torno a una estructura binaria (Kutukudjian, 2003), la cual define estructuras cognitivas elementales: éstas a su vez establecen clases y relaciones (Lévi-Strauss, 1969 a).

Si, como lo creemos, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas, para todas las mentes, antiguas y modernas, primitivas y civilizadas, es necesario y basta con alcanzar la estructura inconsciente, subyacente a cada institución o a cada costumbre, para obtener un principio de interpretación válido para otras instituciones y otras costumbres, con la condición, naturalmente, de llevar a cabo el análisis con la suficiente profundidad (Lévi-Strauss, en Pouillon, 1997: 115, mi traducción).

En este sentido, la diversidad del pensamiento estriba en la serie de circunstancias exógenas frente a las cuales una cultura se halla enfrentada (Viatte, 2003). Asimismo, Lévi-Strauss plantea la necesidad de ir más allá de las divergencias superficiales, a través del entendimiento de las mismas (Lévi-Strauss, 1969 b). «En el fondo, se trataba menos de descubrir lo verdadero y lo falso que de comprender cómo los hombres habían poco a poco superado contradicciones «(Lévi-Strauss, 1990 a: 55, mi traducción).

Por esta razón, Lévi-Strauss insiste permanentemente en que el ser humano es libre, por lo que es antes que nada un ser vivo más que un ser moral (Lévi-Strauss, 1983): «Luego, los valores no se reducen a lo que los hombre creen o dicen, se deben a los constreñimientos inherentes a los instrumentos de los que se sirven para pensar» (Lévi-Strauss, 1984: 34, mi traducción).

Estos instrumentos nos son dados precisamente en calidad de ser vivos, por lo cual esta condición, desde el punto de vista de Lévi-Strauss, precede la condición de ser moral. Si bien se reconoce que cada cultura posee un lenguaje, técnicas, arte, conocimiento, creencias, organizaciones económicas y socio-políticas, cada cultura combina estos factores de diversas maneras (Lévi-Strauss, 1997). Por consiguiente, frente a un mismo fenómeno, el prisma de la cultura crea sensaciones distintas entre dos culturas diferentes (Chevrolet, 2003). «Así, si bien [Lévi-Strauss] haya él mismo tarareado células, fragmentos cantados Nambikwara, consideraba que no se trataba ahí de música, sino más bien de fenómenos sonoros no estructurados» (Aperghis, 2003: 15, mi traducción).

Para Lévi-Strauss, lo importante es enfocarse en la naturaleza de los objetos sobre los cuales reflexionan tanto el pensamiento científico como el pensamiento mítico, más que en la diferencia entre las lógicas de cada una de estas formas de pensamiento (Lévi-Strauss, 1958). Porque lo que Lévi-Strauss demuestra, es que ambas formas de pensamiento “hunden sus raíces en un mismo y profundo deseo de entender” (Mauzé, 2003: 54). En este sentido:

(…) si la razón dialéctica y la razón analítica logran finalmente los mismos resultados, y si sus verdades respectivas se confunden en una verdad única, ¿en virtud de qué se las opondría, y sobre todo, se proclamaría la superioridad de la primera sobre la segunda? (Lévi-Strauss, 1994: 325, mi traducción).

La expresión artística

Lévi-Strauss enfatizó el papel del arte como revelador de las categorías del entendimiento humano.

Suprimir al azar diez o veinte años de historia no afectaría de manera sensible nuestro conocimiento de la naturaleza humana. La única pérdida irremplazable sería la de las obras de arte que estos siglos habrían visto nacer. Pues los hombres no difieren, y más aún, no existen, más allá de sus obras. Es la estatua de madera la que dio a luz a un árbol, ellas solas aportan la evidencia de que en el transcurso del tiempo, entre los hombres, algo realmente ocurrió (Lévi-Strauss, 1993: 176, mi traducción).

Es así como criticó fehacientemente la visión de la producción artística “primitiva” como simples objetos de estudio etnográficos (Viatte, 2003). Desde su criterio, los tótems y máscaras de Colombia-Británica son arte, en su sentido auténtico de vinculación a la naturaleza. En este sentido, el arte es percibido como expresión de las estructuras elementales, pero también de la diversidad que éstas crean a través de culturas determinadas. De hecho, no se desconoce la influencia surrealista que recibió Lévi-Strauss respecto a este último planteamiento (Izard, 2003: 35). En palabras del propio Lévi-Strauss: «Con el contacto de los surrealistas, mis gustos estéticos se enriquecieron y se afinaron. Muchos objetos, a los que antes habría rechazado como indignos, se me aparecieron bajo otra luz» (cita de Morel, 2003: 100).

Esta expresión de las estructuras elementales a través del arte, se asemeja considerablemente a la idea de “surrealidad” desarrollada por los surrealistas, “surrealidad” que, a pesar de hallarse en un plano diferente al de la realidad, ofrece una visión mucho más auténtica de la misma, a imagen de las estructuras elementales, cuya lógica se oculta detrás de las meras apariencias culturales.

En su sentido cabal, el arte podría asimismo ser visto algo así como un intermediario entre el pensamiento salvaje y el pensamiento mítico (Lévi-Strauss, 1994), ya que, al relacionarse con la naturaleza a la cual el ser humano pertenece, se constituye como base común a ambas formas de pensamiento. Es inclusive un “termómetro” de estos dos tipos de pensamiento, al ser por ejemplo el revelador de los peligros que corre el pensamiento científico.

La dialéctica intercultural

Según Lévi-Strauss, las culturas se construyen relacionándose las unas con las otras, sobre una base a la vez de identidad y de alteridad. Es esta misma diversidad la que otorga sentido a las culturas (Heusch, 2003).

De hecho, Lévi-Strauss denuncia la insipidez de considerar a todos los seres humanos como una masa homogénea: “el hombre no realiza su naturaleza dentro de una humanidad abstracta” (Lévi-Strauss, 1997: 23, mi traducción).

En este sentido, Lévi-Strauss enuncia lo absurdo de considerar a una cultura como superior y única, ya que la superioridad en sí se define en relación a un “otro”: las culturas no están solas, se definen en relación a las demás (Lévi-Strauss, 1997). Un grupo humano solo no se “autorealiza”. La contribución que cada cultura aporta a escala de la humanidad no consiste en aportes técnicos, sino en la diferencia que representan las unas en relación con las otras. Así: «La civilización mundial no podría ser otra cosa que la coalición, a escala mundial, de culturas que preserven cada una su originalidad» (Lévi-Strauss, 1997: 77, mi traducción).

Luego, para ser productiva, una civilización necesita sentirse original, y esto lo realiza en relación a los demás grupos culturales (Lévi-Strauss, 2002). «Ninguna civilización puede pensarse a sí misma si no dispone de algunas otras que le sirvan de término de comparación «(Lévi-Strauss, 2006: 89, mi traducción).

En este punto, Lévi-Strauss denuncia la tendencia funcionalista, al percibir ésta a los grupos sociales como encerrados sobre sí mismos. De cara a su relación con el colonialismo, el funcionalismo habría asimismo contribuido a romper este plano de relaciones interculturales existentes entre las sociedades “primitivas” (Lévi-Strauss, 1987).

La humanidad en progreso no se parece en absoluto a un personaje subiendo por una escalera, añadiendo para cada uno de sus movimientos una grada nueva a cada una cuya conquista le había sido ya adquirida; evoca más bien al jugador cuya suerte está repartida sobre varios dados y que, cada vez que los bota, los ve desparramarse sobre el tapiz, trayendo todos cuentas diferentes. Lo que se gana sobre uno, se está siempre expuesto a perderlo sobre el otro, y es únicamente de tiempo en tiempo que la historia es acumulativa, es decir, que la cuentas se suman para formar una combinatoria favorable (Lévi-Strauss, 1997: 39, mi traducción).

Es así como las culturas se revelan unas a otras, y el etnólogo se halla en primera fila frente a esta realidad. De acuerdo con Lévi-Strauss, conocer al otro implica primero entenderse a sí mismo, identificarse al otro y por ende, consigo mismo (Lévi-Strauss, 1972). O parafraseando a Rousseau: “¡Ahí están, extranjeros desconocidos, nulos en fin para mí, puesto que así lo he querido yo! Y yo, separado de ellos y de todo, ¿qué soy? Esto es lo que necesito descubrir en primer lugar” (Lévi-Strauss, 1972: 12, mi traducción).

De hecho, entrar en contacto con el otro tal como lo hace el etnólogo, significa también negarse a sí mismo (idem). Esto se da al tener el etnólogo que concebir al otro como anterior al “yo”, a la vida como previa al ser humano (Lévi-Strauss, 1972). De esta manera, se establece una relación entre el etnólogo y las demás sociedades, en donde el etnólogo llega a entender que su sociedad no es «una forma privilegiada, sino sólo una de esas sociedades “otras” que se han sucedido con el correr de los milenios, o cuya precaria diversidad demuestra que, también en su ser colectivo, el hombre debe conocerse como un “él” antes de pretender ser un ‘yo'» (Lévi-Strauss, 1972: 15).

Entiende que su sociedad no es el producto de un genio que le habría sido atribuido como privilegio exclusivo. El mismo Lévi-Strauss lo dice: “Trato de entender como funciona el espíritu de los hombres” (Lévi-Strauss citado por Mallet, 2003). Porque el privilegio del ser humano estriba en que, a pesar de las diferencias, le es posible entender puntos de vista culturales diferentes, y ése es el papel de la etnología: entablar un diálogo intercultural, transformar «a un objeto –una costumbre, una experiencia- que aparece en primer término objetivamente lejana, en algo subjetivamente concreto» (Sahlins, 2003: 80, mi traducción).

Se requiere así cierta originalidad por parte del etnólogo, una capacidad de analogía y de imaginación dentro de este proceso de traducción. Lévi-Strauss revela que él cultivó esta aptitud gracias a la influencia surrealista (Brusine, 2003), en el sentido en que ésta busca vincular entre ellos elementos que hasta ese momento parecían totalmente distintos (este proceso lo retoma Lévi-Strauss en el análisis de los mitos mismos). Además, al revelar el acercamiento existente entre las culturas, este proceso de “traducción” contribuye a su vez a revelar los “caracteres fundamentales de la sociedad humana en general” (Lévi-Strauss, 1997: 5, mi traducción).

Por lo tanto, Lévi-Strauss resalta que la etnología ya no deber ser una simple compilación de costumbres extrañas (de hecho, no lo son tanto como se creía), sino un viaje constante de cultura a cultura, recogiendo los testimonios de la diversidad humana, antes de que sea demasiado tarde (Lévi-Strauss, 1984), en razón de la creciente homogeneización promovida por Occidente. «Si se esperaba algún día saber lo que es el hombre, importaba reunir, mientras era tiempo todavía, todas estas realidades culturales que no debían nada a los aportes y a las imposiciones de Occidente» (Lévi-Strauss, 2006: 89, mi traducción).

Es así como el etnólogo es llevado a reunificar los rasgos de las sociedades frías y calientes (Lévi-Strauss, 1973). Al igual que el historiador, quien se concentra más exclusivamente en la escala diacrónica, el etnólogo busca generalizar experiencias provenientes de países o temporalidades diferentes (Lévi-Strauss, 1958).

(…) la experiencia es crucial en el sentido en que, si logro formular el pensamiento salvaje de estas poblaciones en un lenguaje aceptable para nosotros y para ellos, es que realmente se ha conseguido captar los resortes fundamentales del mecanismo del pensamiento humano en general (Lévi-Strauss citado por Izard, 2003).

Clastres señala que esta intencionalidad del estructuralismo permitiría inclusive la creación de un pensamiento nuevo (Izard, 2003).

En suma, Lévi-Strauss da a la etnología un papel activo dentro de la promoción de un diálogo intercultural. Desde su punto de vista, este diálogo es deseable e inclusive posible. No obstante, este postulado rebasa un simple posicionamiento humanista: se fundamenta en una base científica que propone la existencia de estructuras cognitivas básicas propias al ser humano, las cuales definen una diversidad necesaria a la evolución humana.

CONCLUSIÓN

A modo de conclusión, cabe resaltar la inmensa relevancia y originalidad de la propuesta de Lévi-Strauss acerca de la cuestión del otro, validez que se sustenta en una sólida reflexión científica y filosófica, coherentemente fundamentada a través de un marco teórico específico, el estructuralismo.

La percepción de Lévi-Strauss sobre la alteridad se inscribe dentro del debate acerca de la relación entre naturaleza y cultura, gran tema ampliamente difundido desde el siglo XVIII. En este sentido, la propuesta de Lévi-Strauss podría ser vista como una forma de precisar cierto tipo de relación existente entre naturaleza y cultura: al plantear que la condición cognitiva humana (plano de lo natural), favorece la diversidad cultural (plano cultural, valga la redundancia), ya no se percibe a estas dos dimensiones como exclusivamente dicotómicas, menos aún en el sentido de asociación de las civilizaciones occidentales (o de las elites, o del hombre moderno) a la cultura, y de las primitivas (o de los indigentes, o los “antepasados”, o de los “naturales”), al de la naturaleza.

De hecho, si bien Lévi-Strauss no se destacó particularmente por su militancia, sus teorías conllevan una fuerte carga política, cuyos puntos fundamentales rebasan el ámbito de las sociedades estudiadas por la antropología: he aquí la profundidad y la riqueza filosófica reflejada por la reflexión estructuralista. En realidad, Lévi-Strauss aboga por una diversidad inteligente. En este sentido, denuncia la creación de una alteridad que destruya al ser humano (a nivel social o ecológico por ejemplo), a la vez que promueve la conservación de una diversidad enriquecedora para la humanidad. Sugiere así una necesaria redefinición del arte en Occidente, ligada a una reflexión nueva sobre los graves peligros que el pensamiento científico se está creando a sí mismo y al resto de la realidad.

En este sentido, cabe además recordar una de sus declaraciones:

He empezado a reflexionar en un momento en que nuestra cultura agredía a otras culturas, de las cuales me hice entonces el defensor y el testigo. Ahora, tengo la impresión que el movimiento se invirtió y que nuestra cultura está en la defensiva en relación a las amenazas externas, entre las cuales figura la explosión islámica. De repente, me siento firme y etnológicamente defensor de mi cultura (Lévi-Strauss, en Clément; Grisoni, 2003: 16).

Por último, siguiendo esta posible proyección política estructuralista dentro de una aplicación que vuelva al pensamiento de Lévi-Strauss más concreto y cercano a nuestra realidad, es pertinente señalar que el Ecuador, país “multiétnico y multicultural”, pero enfrentado a graves problemas de discriminación racial y social discernibles desde el punto de vista de las circunstancias históricas (por lo cual encontramos aquí a las tres alteridades definidas por Lévi-Strauss), es un receptáculo ideal a la aplicación de las teorías de Lévi-Strauss respecto a la alteridad, sin contar que contribuiría a su enriquecimiento, ya que se trata de una nación producto de un mestizaje “de pensamientos”. Lastimosamente, más parece que las relaciones de poder dominantes en el Ecuador, han “salvajemente” contribuido a profundizar el sentido de alteridad, pero dentro de un lineamiento de exclusión, más que de respeto y de enriquecimiento para el país.

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