Por Claude Lara (In Separata Revista AFESE, pp. 14-30)

NOTA PRELIMINAR

Junto al Palacio del Instituto de Francia, en las orillas del Sena, existe una «boutique» o tienda en la que el curioso, el historiador o el amante de viejos documentos pueden hallar tesoros inapreciables de los siglos pasados: cartas, poemas, manuscritos, autógrafos, libros con célebres dedicatorias y, naturalmente fotografías de hombres ilustres y otros de menor importancia.

Cierto día, mientras por allí curioseaba papeles, cayó en mis manos un sobre que llamó inmediatamente mi atención: amarillento, muy deteriorado, aunque siempre cerrado, con el escudo de armas y la leyenda «LEGACION DEL ECUADOR». Se deducía que era una carta dirigida al Ministro de Relaciones en Quito. ¿Personal?, ¿oficial?

Me quedaban pocos francos para terminar el mes típico de un becario. Pese a las urgencias de la vida y a las tentaciones de la ciudad, comprendí que bien valía sacrificar algo de mi menguada economía para adquirir aquel sobre que había permanecido olvidado más de un siglo y que, en ese mismo instante, se convirtió en mi suprema ambición.

Mi curiosidad y mis francos se vieron muy bien recompensados. Se trataba nada menos que de una comunicación oficial que, evidentemente, no llegó a su destinatario. ¿Negligencia del empleado de la Legación al llevar el sobre a la oficina de correos?, ¿descuido imperdonable?, ¿intento de robo de cierto interesado en la búsqueda de algún dinero? ¡Vaya alguien a saberlo! Sea lo que fuere, ahora está en mis manos tan precioso documento, el mismo que hoy tengo el agrado de ofrecer a la lectura de los honorables miembros de este Jurado.

REPÚBLICA DEL ECUADOR

París, diciembre 22 de 1838

Al señor
Ministro del Interior
y Relaciones Exteriores

Excelentísimo Señor Ministro:

He tenido a honra recibir vuestra comunicación de fecha 20 de octubre del año en curso y, adjuntas a ella, mis tres Credenciales como Encargado de Negocios de la República ante España, Francia y la Santa Sede.

Tengo conciencia de que el Gobierno del Ecuador, como todos los nuevos Estados Americanos, acreditan a sus agentes diplomáticos esperando contar con verdaderos servidores de carácter moral y cultural de los países que representan. A pesar de mis limitaciones, honraré vuestra confianza al tener presente aquellos principios como brújula de mis actividades futuras.

Al Señor Doctor
Ministro del Interior y
Relaciones Exteriores
Quito, Ecuador

En este período tan movido de la política europea (1789-1836), los diplomáticos han reflejado las inquietudes y perturbaciones de tal época. No obstante, los grandes políticos de esos momentos demostraron también que adivinar la dirección en un mar tranquilo podía ser más difícil que trazar un camino a través de aguas tempestuosas, cuando la violencia de los elementos ilumina la inspiración, por la necesidad de supervivencia.

En consecuencia de todo ello, pienso que es útil presentar a Vuestra Excelencia un informe sobre el hombre que es a la vez, no sólo el más odiado, el más temido y el más admirado de su tiempo, sino que, sin duda, ilustra mejor este gran capítulo de la historia europea y universal.

Por tal razón, como Encargado de Negocios ante el Gobierno de Francia remito a Vuestra Excelencia copia del discurso que pronuncié ante la Academia de Ciencias Morales de París, institución que me honró con su invitación, acerca de la vida y obra de Carlos Mauricio de Talleyrand Périgord, el 3 de octubre del presente año. El texto es el siguiente:

«En una reunión de los principales personajes del Estado, Napoleón lanzó a Carlos Mauricio de Talleyrand la terrible injuria: ¡Oh! mire, Usted es un m… en una media de seda».

¿Cómo se podía insultar así a su Grandeza Monseñor el Obispo de Autun, Diputado de los Estados Generales, Ministro de Relaciones Exteriores del Directorio, del Consulado, del Imperio y más tarde de la Restauración? ¿Cómo el Emperador, podía lanzar semejante calificativo a quien, además, fue Chambelán, Excelencia, Príncipe de Benevento, Vice Elector del Imperio en 1814, y después de la separación de Napoleón, representante de Luis XVIII en el Congreso de Viena, Presidente del Consejo y finalmente Embajador del Rey Luis-Felipe en Londres?

El reverso de la medalla explica mejor, tal vez, el insulto imperial que profirió Napoleón I, si bien no lo justifica. En efecto, el Obispo de Autun nombrado durante el reinado de Luis XVI propuso a la Asamblea Constituyente, el 10 de octubre de 1789, nada menos, que la organización de la venta de los bienes eclesiásticos para luchar contra la crisis financiera de la época. El 2 de noviembre del mismo año, por 568 votos contra 346, la Constituyente aprobó, gracias a la colaboración activa de nuestro Obispo, estos dos artículos: «Las rentas y los bienes inmuebles de cualquier tipo que fueren, serán entregados a la Nación». En cambio: «La Nación asegurará al Clero cien millones de rentas». Esta injusta expoliación propuesta por un Obispo permitió la venta de 400 millones de bienes eclesiásticos. De inmediato, en París, corrió el rumor de que Monseñor de Autun había recibido quinientas mil libras por haber despojado a la Iglesia francesa. De ser así, posiblemente el clérigo las necesitaba para continuar su vida de libertino y de jugador apasionado, pues, lo demostrará en su vida, los escrúpulos y los remordimientos estarán siempre ausente de su política; sólo se harán presentes cuando se trate de su fortuna y su desmedida ambición. Y si posteriormente el Obispo en sus «Memorias» defenderá su actitud, afirmando que era el único medio para salvar la Iglesia, un lector de la historia puede preguntarse si correspondía a un Obispo expoliar a la Iglesia de la cual formaba parte aún.

Y no sólo que traicionó al Clero, sino también a su clase social y política, la nobleza. A principios de 1804, «el aire estaba cargado de puñales», según confesaba el Ministro de Policía, señor Fouché; todos los medios podían servir para asesinar al Primer cónsul. En este ambiente traumatizante, la policía francesa descubrió una conspiración encabezada, según se dijo, por un Príncipe de la casa de Borbón, el Duque de Enghien. Un hábil consejero puede influir en la sucesión de los hechos y obscurecer la realidad, escondiendo la verdad. Por ello, nuestro Obispo aconsejó a Bonaparte, antes que lo hiciera el tiempo, reducir a polvo al último de los Borbones. El 22 de marzo se anunció a Bonaparte el fusilamiento del Duque de Enghien. El Primer Cónsul se dará cuenta de que ha sido el cómplice involuntario de este crimen cuando dijo: “Hay algo que me sobrepasa, he aquí un crimen que no lleva a nada y que no tiende sino a volverme odioso». Más tarde algunos documentos mostrarán que el Duque conducía un pequeño e insignificante grupo de antirepublicanos que, si bien tenía ramificaciones en Europa, no era como para amenazar a los grandes estadistas de la época.

¿Qué interés -se preguntarán ustedes- tenía el Obispo de Autun al aconsejar semejante crimen?

Talleyrando fue el principal instigador de la muerte del Duque porque tenía fundamentalmente el interés político de involucrar a Napoleón -hasta ahora ajeno a todos los crímenes de la Revolución Francesa- en un hecho repudiable que lo convirtiese ante todas las coronas europeas en un cómplice directo de los convencionales regicidas e, internamente, como escribirá Barras en sus «Memorias»: «Talleyrand quiso introducir entre los Borbones y Napoleón un río de sangre».

Una vez perpetrado el asesinato del Duque de Enghien y dado a publicidad tal hecho por la prensa parisiense, un amigo aconsejó a Talleyrand presentar su dimisión, a lo cual éste -con total cinismo- respondió: «Si Bonaparte se ha vuelto culpable de un crimen, no es una razón para que me haga culpable de una tontería».

Este ilustre personaje, hermano del interés pecuniario, de los honores del poder, al dejar su obispado conservaba sus títulos de Príncipe y de Vice-Gran Elector del Imperio. Luego de la expoliación a la Iglesia y de la complicidad en un crimen contra los Borbones, sus ambiciones políticas divergían de las del Emperador y consecuentemente tenía que traicionar a su amo, Napoleón I.

Con las gloriosas batallas de Austerlitz y Iena en 1808, el vencedor quiso concertar con el Emperador de Rusia, Alejandro I, nada menos que las bases que deberían adoptar los dos soberanos para repartirse Europa. Para la preparación y la formulación de este proyecto de tratado, un hombre aparecía como el más capacitado: el Príncipe de Benevento. En ese convenio, Francia pedía a Rusia su apoyo para aplicar el bloqueo contra Inglaterra y forzarle a pedir la paz. Esta nueva alianza, permitía a Napoleón impedir una coalición ruso-austriaca contra Francia. En recompensa, el Zar podía anexar al imperio ruso la Moldavia, la Valaquia, y sobre todo Finlandia. En seguida, Napoleón mandó a Talleyrand a Erfurt, pequeña población de Prusia, a donde llegó el 24 de septiembre, para preparar la entrevista de Iena.

Napoleón entró en Iena, ciudad de su gran victoria contra Prusia, el 27 del mismo mes de 1808. Para darnos una idea del ambiente, recordemos las palabras del Príncipe: «una muchedumbre inmensa ocupada desde la víspera las avenidas de su palacio. Todo el mundo quería ver, acercarse al hombre que dispensaba todo: los tronos, la miseria, los temores, las esperanzas». Napoleón, que gozaba de la gran popularidad de los vencedores y del privilegio del hombre más famoso de Europa, no hizo sino la corte al Zar Alejandro I, para concluir el Tratado de Iena o de la nueva alianza franco-rusa.

Napoleón pensó haber logrado sus objetivos. Pero, Talleyrand que tenía otras finalidades, manifestó al Zar, en privado: «Majestad ¿qué viene a hacer aquí? Su Majestad tiene que salvar a Europa y lo logrará sólo si resiste a Napoleón. El pueblo francés es civilizado, su soberano no lo es. El soberano de Rusia debe ser aliado del pueblo francés. El Rin, los Alpes, los Pirineos son las conquistas de Francia. El resto es la conquista del Emperador. ¡Francia no tiene interés!» Fácil resulta deducir la estupefacción del Zar cuando oyó las palabras del Vice Gran Elector del Imperio y Príncipe de Benevento.

Después de la firma de un tratado que no colmaba sus esperanzas, Napoleón en el camino de regreso de Erfurt, al galope de su caballo, se preguntaba inquieto por qué motivo el Zar había cambiado tanto… Talleyrand traicionaba a Francia al traicionar a su soberano, puesto que Napoleón no logró el fortalecimiento de la alianza franco-rusa. En consecuencia, la obligación formal y sincera del Zar de impedir a Austria levantar tropas, era una amenaza para Francia; así como para el Emperador al ver de nuevo abrirse la época de las coaliciones extranjeras. ¿Por qué esta traición? En sus «Memorias», Talleyrand escribió con mucha malicia: «Usted sabe que todo el mundo salvó a Francia; puesto que se la salva tres o cuatro veces por año. Pero fíjese, que en Erfurt, salvé a Europa de un completo trastorno».

Luego de esta célebre entrevista, Talleyrand sabía muy bien, como gran político, que había sonado la hora de abandonar el navío imperial que poco a poco se hundía y también pensar en el porvenir político de Francia que muchas veces confundió con sus ambiciones y afanes de poder, y la mejor manera de recobrarlo era procurando la abdicación de Napoleón I. Anunció así su política en un fórmula profética: «La situación está clara, el regreso de los Borbones es un principio; todo lo demás es intriga». El pobre Borbón, el Duque de Enghien, debían estremecerse en su tumba.

Napoleón, vencido el 15 de diciembre de 1812, tenía aún los hilos del poder. Sin embargo, la situación en Francia se deterioraba día a día. El lunes 28 de marzo de 1814, las vanguardias prusianas estaban cerca de París. El Gran Vice Elector del Imperio dará término al régimen imperial, invitando a la coalición extranjera para que invada París, mandará una nota al Conde Nesselrode, Consejero y Plenipotenciario del Zar, para activar la marcha sobre París y así apuñalar el corazón del imperio napoleónico. Talleyrand guardaba sus espaldas, participó en la capitulación de París el 31 de mayo, e influyó ante Alejandro I, que vivía en su casa, para dictar las condiciones de la paz con Francia y la abdicación de Napoleón I. El texto estipulaba: «Que si las condiciones de paz debían encerrar las más fuertes garantías cuando se trataba de encadenar la ambición de Bonaparte… los soberanos proclaman, en consecuencia, que no tratarían nunca más con Napoleón Bonaparte ni con ningún miembro de su familia». El miércoles 6 de abril de 1814, en Fontainebleau, Napoleón abdicó sin condiciones; Gracias a sus maniobras políticas, Talleyrand se dio el lujo de alejar a Napoleón I de la Historia.

Por todo lo anterior, podemos comprobar que cuando Napoleón profirió aquel insulto, sabía muy bien a quien lo dirigía: nada menos que al célebre Carlos Mauricio de Talleyrand Périgord.

A pesar de su infidelidad, de sus intrigas, de sus traiciones y de su seguridad en la mentira, Talleyrand ocupa un puesto excepcional gracias a su obra del más fino y brillante diplomático de Europa.

Escribirá en sus «Memorias»: «Durante treinta años, he sido uno de los hombres más odiados de Europa y, al mismo tiempo siempre he estado en el poder o cerca de él». En efecto, al recordar la gran labor diplomática de Talleyrand, es interesante ver las paradojas, los contrastes de su personalidad. No es muy común que un minusválido sea mujeriego. En 1758, a los cuatro años, sus padres le habían confiado a una nodriza; ésta le dejó caer de una cómoda y el pobre niño se desencajó la pierna. La nodriza nada dijo a los padres y su pie derecho quedó atrofiado, lo que ocasionó su cojera definitiva. Más tarde, diplomático a quien no le faltaba la imaginación, relataba con gran cinismo al Barón de Wisenberg, durante el Congreso de Viena, que un puerco había devorado su pierna, cuando su nodriza le había abandonado en el suelo, mientras coqueteaba con su galán.

Si Talleyrand tuvo muchas aventuras amorosas se explican no sólo por su fortuna, su rango, sino también porque la afirmación de su virilidad hacía consistir en seducir a sus futuras amantes hablando; era un verdadero maestro en el arte de la conversación. Un día Napoleón le preguntó: «Usted es el rey de la conversación en Europa, ¿cuál es su secreto?. -Cuando su Majestad hace la guerra, Sir, ¿prefiere escoger siempre su campo de batalla…? Pues, Sir, yo, escojo el terreno de la conversación. Sólo lo acepto cuando tengo algo que decir.- No contesto nada. En general, no me dejo interrogar; salvo por su Majestad o si me preguntan algo, soy yo quien ha sugerido las preguntas…». La señora Stael, su antigua amante, que ahora le odia, confesaba: «Si debiera comprar su conversación me arruinaría».

Con tales aptitudes y facilidades, Talleyrand va a dar de nuevo a Francia su influencia y si posición en Europa, con una sorprendente y erudita destreza que le valdrá el primer puesto en la memoria de los hombres de su tiempo y aún del maestro, cuando se trata de mencionas las dificultades de la diplomacia.

A los sesenta años, Talleyrand, Plenipotenciario del rey Luis XVIII, llega a Viena, a media noche, del sábado 24 de septiembre de 1814. Allí se reunían los cuatro grandes: Austria, Gran Bretaña, Prusia y Rusia, a fin de reorganizar el mapa de Europa. Talleyrand había recibido instrucciones del rey, las mismas que se resumen en estos cuatro principios:

1) No dejar a Austria que se apodere de los Estados del Rey de Cerdeña.

2) Restituir Nápoles a Fernando IV.

3) Que Polonia entera no pase y no pueda pasar bajo la soberanía de Rusia, y;

4) Que Prusia no tenga ni el reino de Sajonía, por lo menos en totalidad, ni Maguncia.

Era muy difícil dar cumplimiento a las instrucciones, puesto que después de la derrota napoleónica, en Europa, Francia ya no formaba parte de los cuatro grandes. El plan que Francia, nación vencida, debía imponer a los vencedores, parecía difícil y hasta inconcebible; pero, como lo decía Bonaparte: «Lo imposible no es francés». Sin embargo, al iniciarse el Congreso de Viena las cosas se presentaban mal. Los antiguos aliados intentaban hacer el vacío al representante francés y aún se sustraían a sus invitaciones.

Pasada una semana, en este ambiente, Talleyrand no se desmoralizó; aprovechó para observar y escuchar a sus futuros interlocutores. Además, conocía muy bien las intenciones de los cuatro grandes: «No quedé mucho tiempo sin informarme que habían elaborado un protocolo. Su proyecto era decidir solos lo que habría decidido someter a las deliberaciones del Congreso, sin la cooperación de Francia, de España ni de ninguna potencia de segundo orden. Así que, los grandes comunicarían, en apariencia como proposición, pero de hecho como resolución los distintos artículos adoptados», escribe en sus «Memorias».

Al principio de la Conferencia de Viena, Talleyrand se calló con mucha habilidad esperó la apertura del Congreso y preparó un plan para impedir que se realicen las ambiciones de los aliados. El 30 de septiembre, recibió una invitación de Metternich, Ministro austriaco, para asistir a una conferencia preliminar, acompañado por el Ministro español, don Pedro Labrador. Concurrieron a esta reunión los cuatro grandes representantes de las potencias victoriosas: el Ministro de Austria, el Príncipe de Metternich; el Ministro de Inglaterra, Lord Castlereagh; el Ministro de Prusia, el Príncipe de Hademberg; el Ministro de Rusia, el Príncipe de Nesselrode. El objetivo de la conferencia, como lo dice Lord Castlereagh, era dar a conocer lo que las cuatro Cortes han hecho desde que están en Viena. Metternich lee el Protocolo y enseguida Talleyrand hace notar que estos Señores han dejado escapar una expresión que le parece pertenencia a otro tiempo. El representante del Rey de Francia se explica: «Ustedes han hablado, uno y otro, de las intenciones de las potencias aliadas. Potencias aliadas y un Congreso en el que se encuentran potencias que no son aliadas son, a mis ojos, muy poco aptas para tratar lealmente asuntos todos reunidos».

Además, Talleyrand en un monólogo en alta voz repite, con estupefacción, las palabras: «potencias aliadas. Aliadas, repitió, ¿aliadas? ¿y contra quién? No es contra Napoleón: está en la isla de Elbe… Ya no es contra Francia: la paz está concluida. Seguramente no es contra el Rey de Francia: es el fiador de la duración de la paz. Señores, hablemos francamente, si aún existen potencias aliadas, aquí estoy de sobra». Al oír estas palabras, los antiguos aliados se espantaron y quedaron casi en un estado lastimoso. Explican que la palabra «aliadas» ha sido empleada para abreviar. Talleyrand con mucha impasibilidad contesta: «no se debe buscar la concisión en detrimento de la exactitud».

Los ex-aliados no esperaban semejante contestación y aún no habían visto nada. En efecto, Talleyrand, como el defensor de Francia va a ser no sólo el árbitro, puesto que es el único país que no tiene ninguna pretensión territorial, sino que va a dictar sus puntos de vista. Declara que la primera necesidad para Europa es alejar para siempre la idea de que se pueda adquirir derechos por la sola conquista y regresar al principio de la legitimidad, del que nace el orden y la estabilidad. Los Plenipotenciarios no dan crédito a sus ojos cuando ven y oyen a Talleyrand leer, lentamente, los otros párrafos del Protocolo y exclaman levantando la cabeza: «No entiendo…» y repite: «Mas no entiendo. Para mí hay dos fechas, en las cuales no ocurrió nada: la del 30 de mayo, en que se estipuló la formación del Congreso y la del 1o de octubre, en que debe reunirse. Todo lo que se ha hecho en el intervalo me es ajeno y no existe para mí». Talleyrand les recordó que el Protocolo era nulo y concluyó su discurso demostrando esta nulidad refiriéndose al Tratado de París: «Todas las potencias que entraron en acción, de una y otra parte en la presente guerra, mandarán Plenipotenciarios a Viena para discutir en un Congreso general los arreglos que deben completar las disposiciones del Tratado de París». Y Talleyrand preguntó casi con inocencia: » ¿Cuándo va abrirse el Congreso general? ¿Cuándo comenzarán las conferencias? Estas son las preguntas que se plantean todos a quienes sus intereses les han traído aquí. Si, como ya se pretende, algunas potencias, quisieran ejercer sobre el Congreso un poder dictatorial: debo confesar que me mantengo en los términos del Tratado de París, y no podré consentir en esta reunión ningún poder supremo en las cuestiones que son de competencia del Congreso, y no me ocuparé de ninguna proposición que viniese de su parte». El Señor Gentz, consejero austriaco del Príncipe Metternich, ha comentado esta escena: «La intervención de Talleyrand cambió completamente todos nuestros planes, sin esperanza. Fue una escena que nunca olvidaré».

Después de esta exposición fulminante, Talleyrand arroja un lastre. Admite que es imposible llegar a un resultado cuando hay demasiados representantes en una asamblea general. Los cuatro se volverán cinco y aún seis con España. El Señor Gentz, con mucha mala gana, destruye el Protocolo de las sesiones precedentes y establece un nuevo, que Talleyrand firmará como su propio éxito. Los Ministros se reunieron de nuevo, Metternich, el austriaco, propondrá el aplazamiento de la apertura oficial del Congreso al 1o de noviembre. De nuevo, Talleyrand interviene: «Consiento; pero, bajo la condición que donde está indicado que la apertura formal del Congreso se aplazará al 1o de noviembre se añada: y se reunirá de conformidad con los principios del derecho público». El Príncipe de Prusia está furioso, amenaza, golpeando la mesa con puñetazos, y grita:

«¡No, Señor… el derecho público es inútil! ¿Por qué decir que actuaremos según el derecho público? Esto va sin decirlo.

-Sí eso va sin decirlo, contesta Talleyrand, irá mejor diciéndolo».

Este detalle es la confirmación clara y escrita del vínculo jurídico del Tratado de París y del Congreso de Viena. Así sucederá el 1o de noviembre, en su apertura, Talleyrand sabe muy bien que ahora van a empezar las cosas serias y que si tuvo un éxito para aniquilar al Protocolo de los antiguos aliados, tenía que reinstalar a Francia en el concierto de las naciones europeas e impedir de nuevo toda la coalición.

Esta obra va a ser su proeza, separar Rusia y Prusia de Austria e Inglaterra. Esas maniobras serán muy largas y el 4 de enero de 1815 puede informar victoriosamente a su Rey: «Ahora, Señor, se suprimió la coalición y eso para siempre. Francia no sólo ya no está aislada de Europa… está en común acuerdo con las dos más grandes potencias, tres Estados de segundo orden… y pronto todos los Estados seguirán principios y máximas diferentes de los principios revolucionarios. Será verdaderamente el jefe y el alma de esta reunión, cuyo fin era la defensa de los principios que ha sido la primera en proclamar».

Posteriormente al Congreso de Viena, que reorganizó Europa, un día se preguntó a Talleyrand lo que había hecho allí y simplemente contestó: «He cojeado».

Talleyrand, luego de su brillante actuación durante el Congreso de Viena, conocerá un momento de aislamiento político bajo el reinado de Carlos X. Espera y más tarde, gracias a la revolución de julio de 1830 a la que contribuyó y con la llegada del nuevo Rey Luis Felipe, Talleyrand como Par de Francia prestó juramento al Rey y declaró:

-«¡Señor, es mi décimotercer juramento!
-¿Cómo hace usted, Príncipe? ¡Los regímenes pasan sin que usted vacile!
-Ruego a Vuestra Majestad, creer que en nada soy responsable. Pero, hay en mí algo de inexplicable: aporto la mala suerte al Gobierno que me ignora».

El nuevo Rey no ignoró este consejo. Como Luis Felipe, era un rey liberal, la Santa Alianza desconfiaba de este Rey. Para que Europa reconozca la nueva dinastía, Francia tenía que compaginar con las buenas gracias de Inglaterra de modo que Austria y Rusia hagan concertar su política. Para una situación tan difícil, se necesitaba de un hombre de mucha experiencia: Talleyrand, quien será designado como Embajador en Londres. Sólo al saber su nombramiento, el Zar Nicolás reconoció al nuevo Gobierno francés y poco después le imitaron las tres grandes potencias europeas. En Londres, se tratará a Talleyrand como al Ministro de Relaciones Exteriores de Luis Felipe y el nuevo embajador, que desconocía la modestia así se consideraba; puesto que escribía directamente al Rey, sin referirse a su Ministro.

Las circunstancias van a turbar la paz que reinaba en Europa. En efecto, las consecuencias del Congreso de Viena van a resurgir con el problema belga. En el Congreso de Viena, la futura Bélgica formaba parte del reino de los Países Bajos. Holanda consideraba a Bélgica como a su vasallo. ¿Qué reclamaban los belgas? La igual repartición de puestos administrativos entre ellos, la libertad de idioma y enseñanza, en fin la libertad de prensa, completa e igual para todos. Con este hecho de imponer un nuevo Estado a Europa, del espectro de la guerra aparecía de nuevo. ¡Hay que salvar la paz!

Talleyrand propone la reunión de una conferencia con los países signatarios del Tratado de 1815. ¿Pero dónde? En Londres, así, en calidad de Embajador podría dirigir la diplomacia como le conviene, puesto que en París no tendría ninguna autoridad sobre las decisiones.

El 4 de noviembre se inicia esta conferencia, en Londres. Como en Viena, aparenta que Francia no reclama nada y que su Plenipotenciario no quiere imponer su voluntad. Pero, gracias a la crisis belga, Talleyrand podía obtener la destrucción de las fortalezas del antiguo reino de los Países Bajos y, a lo mejor, el desmantelamiento del Tratado de Viena. La conclusión de la primera conferencia es la siguiente: Bélgica será un Estado independiente y perpetuamente neutro. El 20 de diciembre de 1830, Talleyrand escribe: «Las trece fortalezas de Bélgica que amenazaban siempre nuestra frontera del norte, han caído…». Sin embargo, estaban aún lejos de sus finalidades; pero las circunstancias van a ayudarle. En efecto, se debía escoger un rey para los belgas, algunos preferían un rey francés; lo que no podían aceptar las cuatro potencias. Es sólo en el mes de enero de 1832, cuando Talleyrand consiguió poner un punto final a la injuria hecha a Francia en 1814. Asimismo, todas las fortalezas del antiguo reino de los Países Bjaos, que costaron a los antiguos aliados 45 millones de francos, fueron derribadas. La posición defensiva del norte de Francia quedó asegurada y el Tratado de Viena seriamente revisado. Pero ¡qué trabajo! Muchas veces, las sesiones duraron hasta las cuatro de la mañana. Talleyrand, a los sesenta años, agobiado por el trabajo, envía su dimisión dejando el gran escenario de la política.

La sentencia de la Historia puede hallarse en las propias palabras de este hombre de dos caras: «De mí siempre se dice o mucho mal o mucho bien; y yo gozo de los honores de la exageración». Este hombre que pocas cosas dejaba en las manos del azar, se anticipó a quienes más tarde se inclinarían sobre la historia de su vida, comprobando: «Quiero que durante siglos se siga discutiendo sobre lo que he sido, lo que he pensado y lo que he querido». Si la historia tiende a olvidar sus defectos y traiciones, no es a causa de sus enemigos y en particular de la prensa de la época que le insultó con gran tenacidad y le calificó como: «la mentira en persona, el perjurio viviente». Se podría escribir mucho sobre este tema; pero la memoria humana, en Francia y Europa, recuerda, sobre todo, a Talleyrand como el artista excepcional de la moderna diplomacia.

En su último discurso que pronunció el 3 de marzo de 1838, invitado por la Academia de Ciencias Morales, para hacer el elogio del Conde Reinhardt, exMinistro de Relaciones Exteriores de Francia, el más ilustre diplomático de su tiempo, Carlos Mauricio de Talleyrand, debió pensar más en su persona que en su amigo cuando trazó el retrato del perfecto Ministro de Relaciones Exteriores: «Le es necesario tener la facultad de mostrarse abierto permaneciendo impenetrables; ser reservado con las formas del abandono; ser hábil hasta en la elección de sus distracciones; es necesario que la conversación sea simple, variada, inesperada, totalmente natural y, a veces, ingenua; en una palabra, no debe cesar en un momento en las veinticuatro horas de ser Ministro de Relaciones Exteriores… No, la diplomacia no es una ciencia de astucia y de duplicidad. Si en alguna parte la buena fe es necesaria, es sobre todo en las transacciones políticas, puesto que ella las vuelve sólidas y duraderas. Se quiso confundir la reserva con la astucia. La buena fe nunca autoriza la astucia; pero, admite la reserva y la reserva tiene esto de peculiar que añade a la confianza.

Así pues, Carlos Mauricio de Talleyrand Périgord, a pesar de su intrigante e irritante doble juego, ha demostrado a lo largo de una extraordinaria carrera la verdad de esas máximas: que la diplomacia no se basa en novelas sino en la historia, no sólo en la fe necesaria sino en el conocimiento y, sobre todo, como perfecto representante del siglo XVIII comprobó que la diplomacia es una ciencia que incluye, pero no se reduce, a un acto de sentimiento.

Por tales razones, ilustres académicos y distinguidos colegas, permitidme intitular este breve estudio acerca de vuestro célebre compatriota: «Talleyrand, un gran capítulo de la historia diplomática».

Gracias, Señores, por vuestra benevolencia en haberme escuchado».

Este discurso, Señor Ministro, basado en la biografía de un destacado representante de la diplomacia francesa, pone en conocimiento de Vuestra Excelencia la política europea, cuyas enseñanzas permitirán a nuestro país consolidar su emancipación, así como reforzar el establecimiento del sistema interamericano para, así, tratar de obtener una efectiva solidaridad hispanoamericana.

En efecto, para los contemporáneos de Talleyrand, la unidad de Europa era una realidad. Y si bien se reconocían las diferentes regionales, se consideraban las mismas con variaciones de una entidad más grande. De hecho, todos los colegas de Talleyrand eran productos de una cultura similar y esencialmente -en un sentido más profundo- estaban conscientes de que los puntos que tenían en común eran más importantes que las cuestiones que los separaban.

Con toda seguridad, estas enseñanzas iluminarán, en un futuro cercano nuestro camino. Bastará para ello que logremos concretar lo que no se obtuvo en el Primer Congreso de Estados Americanos: «Crear una autoridad sublime, que dirija la política de nuestros Gobiernos, cuyo influjo mantenga la uniformidad de sus principios y cuyo nombre sólo calme nuestras tempestades», tal como lo expresó claramente Simón Bolívar.

Señor Ministro, como Encargado de Negocios de la República del Ecuador, mi misión diplomática en Francia se orientará hacia el conocimiento, la divulgación y la defensa de la Patria. Asimismo, me preocuparé por promover nuestra activa participación en la organización de los Estados Americanos. Para tal fin tendré muy presente que, el Libertador, cuando se refería al Congreso de Panamá, sentenció proféticamente que: «El día que nuestros Plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal».

Aseguro que, en el cargo que se me ha confiado, sabré honrar la confianza depositada en mí, y cumplir con la promesa que acabo de hacer a Vuestra Excelencia.

Soy de Vuestra Excelencia con la mayor consideración, atento y obediente Servidor.

El Encargado de Negocios ante
Su Majestad el Rey de Francia

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